viernes, 23 de septiembre de 2016

Escribir: pensar al revés

Antes de acostarse, pensó una vez más qué es lo que en verdad quería hacer mañana. Pensó y se levantó. Preparó un café y dio media vuelta a la silla para ubicarla delante del escritorio. El escritorio estaba desordenado, con botellas, servilletas, tazas, un vaso, y amarettis abiertos casi terminados y comprados hace una semana. Casi que ni tenían gusto ni olor. Casi que no eran amarettis. Miró una vez la lámpara, dos veces sus pies y unas tres o cuatro al gato que dormía sobre el mobiliario.

Cuando buscó acomodarse los pies, dio cuenta de cuánto evadía el cierre del día, asique erguido se sentó y los ojos como faros luminosos abrió. Los abrió de tal forma que el escritorio se acomodó, los papeles se volaron, despertó al gato de un salto y la persiana, de golpe, se levantó y dejó entrar la noche.Primero tomó la hoja delante de él y fijamente la analizó. Trató de entrever qué tenía para decir, cómo, a quién, cuándo y dónde. Pero sus palabras no salían. No salían y revolvió una y otra vez su mochila para detectar si en algún momento, en algún transporte siquiera, alguna idea se había volado por una ventanilla semiabierta, o si algún ladrón sin darse cuenta se la sacó junto con sus auriculares.No hubo mucho disparador en cuanto a temática y mensaje, en cuanto a tema y motivo, en cuanto a nada.

Su pelo tiró hacia atrás y las manos empezó a llevarse a la cara una y otra vez como si le fuesen a dar la respuesta frente -ahora- una pregunta en blanco. Son las manos las que escriben, son las manos las que deciden colocarse como conectores a la mente y la hoja, la tinta y las ideas, las razones y las preguntas y los enigmas. Pero en ese momento, las manos a su cara se dirigían como imantadas, evitando que la hoja se llenara aunque sea de un tercio de los insultos que al aire arrojaba sin cesar.
Un reloj en dirección paralela a su silla, cada vez sonaba más y más fuerte, pesando y repiqueteando los segundos en su cabeza. El tiempo de repente le pesaba como su cabeza, como si la humedad dejara con jaqueca sus pensamientos, inocuos y bloqueados a no salir a ninguna parte. Las ideas entonces en su mente quedaban, y los turbulentos minutos de vez en cuando lo golpeaban, lo desfiguraban.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontró luchando con el sueño otra vez. Y es que el café negro como esa misma noche, no hizo más que darle apenas un suspiro de lucidez frente al cansancio que arrastraba, y la antagónica lucha con sus ganas de querer cambiar el final de ese día. Era esa lucha interna y externa, implícita y explícita a la vez, lo que tanto lo inquietaba: que la realidad no fuese más que caminar igual, y en su cabeza correr significara cambiarlo. Cambiar y no arrimar, no acercar, no flaquear, no imaginar, no desear, no contrarrestar, no simular, no difuminar, ni fumar, ni rasguñar siquiera un mínimo de todo ese idealismo que tanto lo potenció la noche antes de irse a dormir.
Y sin decidir y ni dormir, soñó escribir al encontrarse escribiendo.

Soñó despierto entonces que la hoja de repente se desprendía de la mesa, para impregnarse en su cara y como fusionara quedara ante sus ojos y su mirada. Que las manos que antes lo aprisionaban, de repente - también- no lo desconsolaban, sino que a las armas literarias se acercaban y despacio la hoja de fuertes puños, fuertes palabras llenaban. Primero la tinta, después la letra, en conjunto con sus ideas, y la falta de racionalidad. Segundo el salto no cuantitativo, sino cualitativo de la calidad que lo alumbraba sin lámpara encendida, entre párrafo y párrafo en donde su placer no calcinaba ¡Que dichoso se sentía que ya nada le importaba, y el mundo y su realidad se abstraían frente a lo que la responsabilidad quizá lo ataba! Más aún, la hoja como quimera envuelta de tinta, empapaba de sentidos  al raciocinio, que indefenso ahogado dejaba. Un huracán de expresiones vividas hacía que el escritorio se levantara, que su gato le hablara, le dijese lo bien que sonaba la noche, su tinta, el cosmos, y las palabras que de un vuelo de a poco levitaban. Las letras iban y venían de un lado a otro, despegaban  pasando por la puerta de entrada y volvían para simular ser estrellas que en las hojas se estrellaban y en la noche encastraban. Y las hojas flotaban, flotaban como sábanas ante una brisa fresca que por una ventana de edificio entrara, Ya no había promesas, no había destinos, no existía razones por las cuales no soñara que lo que sucedía era real, y que la realidad se transformara vestida de sucesos. Sucesos encadenados, que devinieron en el texto que esa noche cerraba, que su escritorio vivía y compartía en pos de la conexión de sus manos, las ideas, la mente, las hojas, la tinta, el gato y el café.

Cuando casi como acto reflejo miró el reloj, el tiempo seguía donde estaba. No se había ido a ninguna parte, de un momento a otro el puntilloso desastre de pensar desembocó en la bifurcación de sus ideales. Y perseguido por las ganas de cambiar, su mente volvió poco a poco frente al desorden de sus ideas, las responsabilidades y los malaventurados sucesos reales.

Sin embargo, frente a él, se encontraba su cierre para esa noche tempestuosa que no hizo más que embellecer un sueño despierto en el que escribiendo, pronto un diminuto destello de cambio logró.
Antes de irse a acostar, intentó pensar. Pero no pudo más. Se dio cuenta de que lo que pensaba - y soñaba- había quedado plasmado en las hojas que un comienzo lo atraían.

Un ojo despacio cerró, y el otro en conjunto desvaneció.

Su gato, silencioso por lo bajo, ronroneó.