viernes, 11 de agosto de 2017

Secuencia de calle

Cuando pararon en la esquina entre Corrientes y Díaz Velez, lo primero que dejaron de notar fueron las treinta cuadras que caminaron juntos, todas, completamente tomados de las manos y casi sin darse cuenta.

Caminaron y caminaron viendo autos, colectivos, negocios -miles- y personas por doquier, que, equidistantes, se entremezclaban en un tumulto devenido en tránsito humano. De a ratos las veredas invertían papeles en el asfalto: eran carreteras repletas de autos que iban y venían esquivando jóvenes, adultos, niños, ancianos, y parejas que traccionaban en una sola mano con destino al centro de la Ciudad de Buenos Aires. Y siendo casi las ocho de la noche en un viernes de noviembre, el clima se destapaba en las cervezas que terminaron comprando en el chino que estaba a la vuelta de la casa de ella, en la transición entre Villa Crespo y Almagro.

Cuando entraron, oyeron música electrónica de Corea del Sur que jamás entendieron, pero que los acompañó mejor que una música de ascensor hasta elegir una Isenbeck más. Mientras dubitativos se pararon frente a las heladeras, dos o tres pibes de no más de quince años corrían por casi todo el negocio jugando a ser los pibes que no eran. Uno de ellos consiguió una bolsa de papas fritas y otro, hablador, distrajo a la veloz cajera hasta que salieron corriendo con dos o tres bolsas más de comida congelada. Lo siguiente que pasó fue que otro empleado que estaba sentado sobre un cajón de verduras en la entrada, les gritara cosas en un idioma que en toda su vida podrán descifrar. La pareja entre risas, compró finalmente la cerveza, y salió sobre Corrientes como si todo fuese lo mismo que ayer.

Producto de esa vieja tuca guardada en la lata de ella, o tal vez de la segunda no retornable que pararon a comprar, sus pasos se alentaban y pesaban mientras la noche de a poco invadía la Capital y sus alrededores. En slow motion, al llegar a Medrano, se detuvieron unos instantes en una esquina que vendía lámparas de todos los tamaños y colores. Parados delante de la inmensa vidriera, jugaron a enumerar las razones por las cuales jamás comprarían una lámpara de lava, mientras la indiferencia de la gente los observaba entrando y saliendo del local. La consecuente distracción sobre las esquinas, no era otra cosa más que pequeños y escasos segundos de excusa. La excusa suficiente hasta llegar al departamento de ella y disfrutar el uno del otro sobre el sofá, con la TV Pública sonando de fondo. Ambos sabían que eso iba a suceder. En cada trago, en cada seca, en cada secuencia que desfiguraba poco a poco ese viernes elocuente, las miradas de ambos desembocaron en el culo de la botella, hasta que se apagaran las luces del departamento.

Finalmente, a la botella le faltó tan sólo menos de un cuarto de su contenido neto y caliente para que la terminasen. Sin embargo, las ansias de patear todas esas cuadras hasta el anochecer, fue la razón ideal para pretender que todo el recorrido fue consecuencia de las ganas de ambos para disfrutar la noche. O tal vez, en una de esas, un motivo más para acumular otro envase vacío de cerveza en el lavadero de ella.