jueves, 12 de enero de 2017

19:10

Cuando mi gerenta volvió de Disneylandia, no supe bien por dónde empezar a hacerle preguntas, ya que jamás pensé que lo iba a hacer en serio. En verdad, cruzarme a alguien que pisó la tierra en la que miles de personajes significativos de la infancia de miles de niños de occidente son prácticamente reales, me pareció una locura. Aunque en realidad en lo que a mi concierne no es algo que me atraiga, respeto la decisión de retomar un poco al niño que todos llevamos dentro, y configurarlo con la resistencia física del adulto para disfrutar a pleno de un monstruoso parque de diversiones hecho con millones de dólares.

Parque de diversiones de enormes dimensiones, su recorrido no ha de ser sencillo, en la medida en que no bastaron los 11 días en que mi gerenta viajó sólo para subirse a todas las atracciones que hay. En un mundo donde los goofys se codean con los mickeys, los cientos de dólares gastados son bien invertidos en el costado lúdico del psiquismo del ser humano. Mas no es suficiente la atracción, todo álbum de fotos conseguido en la tierra de la magia y la fantasía de Walt Disney, es un sueño hecho realidad para muchos que alguna vez se lanzaron a imaginar y creerse personajes de aventuras, príncipes, princesas, magos y hadas.

Sin embargo, dentro de todas las mecánicas respuestas para todas las mecánicas preguntas que le hice a mi gerenta -quien dichosa, rebosaba de alegría hecha turista de un gran viaje de sueños- jamás pensé recibir esa insulsa e inerte botella de plástico miniatura llena de gusanos ácidos y de colores como presente de su viaje. Es decir, algo completamente fuera de contexto en relación a toda la temática que su viaje traía aparejado, y sin haber hecho yo una demanda previa de regalo.

A decir verdad, su curioso presente de disney, no hacía pie en mis comunes comidas, pero por supuesto fue grato haber recibido algo proveniente de la tierra de Mickey Mouse.

Algo absolutamente innecesario y sin polvo de hadas.




domingo, 1 de enero de 2017

Ipso Facto

Entre las 22:00 hs y las 23:00 hs del domingo 1ero de enero, mi viejo se acostó un rato para ver uno de esos programas que dramatizan los trabajos de un grupo de cirujanos en algún hospital estadounidense cuyo nombre no recuerdo. De un momento a otro, una música tensionada y un doblaje de pésima calidad, envolvieron la habitación donde la absurda imagen de un tipo al que le tenían que sacar un fierro encastrado literalmente en la cabeza -vaya a saber uno cómo sucedió y cuánto pensaron los productores del programa si el televidente iba creerse lo que iba a consumir - era todo lo que podía entender ese día de sensaciones térmicas que rozaban los 35º.

Ese día no entendí mucho, debido a una pesada resaca de alcohol y calor. No entendí bien si tenía que ver el programa, si tenía que ver a mi viejo viéndolo, o si creer que la televisión por cable ya no debería valer lo que vale.

También creo que no tenía que preguntarme tanto. A decir verdad no había mucho que entender, y qué no entender.

A fin de cuentas, todo sucedió inmediatamente, y de un momento a otro.