Las cafeterías son buenos
sets de filmación.
Y esto se debe a clientes
que no son actores, aunque aparenten ser el reparto indicado para cada papel. A
mozos que no memorizan libretos, pero que se acuerdan pedidos innecesariamente
abundantes, repletos de inmensas tortas e infusiones de colores. Al café que tan
fuerte huele, y que no es utilería acompañada de galletitas de plástico. A diálogos
de mesas, cuyas líneas y temas no se asemejan a películas de Tarantino, pero que
son funcionales para tener de fondo. A domingos soleados cuyo sonido ambiente es
familiar, y por lo tanto ruidoso y molesto. A esporádicos vagabundos que piden
reiteradas veces lo mismo, y reiteradas veces son rechazados por el mismo
miedo. A encargados o gerentes, cuyas miradas de seriedad anulan todo rasgo de
simpatía, y aumentan todavía más el número de sus canas. A inquietos celulares
como cámaras profesionales, que continuamente filman a otras personas, sus
platos, y sus celulares que hacen exactamente lo mismo. A extras que se
molestan por llenar sus diálogos de problemas personales, sin que sus voces
sean escuchadas por los demás o un micrófono oculto. Y finalmente, el montaje
del set, se debe a todos los que meriendan solos como yo, y que observan a su
alrededor como aquella escena de una película que jamás se rodará.
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