miércoles, 8 de julio de 2020

Infinidad de entradas: un día más en cuarentena

Es casi medianoche, y el café negro en tamaño de pocillo se acabó. Llamar a mis viejos fue menos estresante de lo que pensaba, por el contrario, lo disfruté. Cené el pastel de papas que tan bueno me quedó, y bajé la botella de vino tinto que abrí ayer. No obstante, algo siempre resta saciar.

Y como un impulso que sube desde mis helados talones, parece que nunca termino de estar satisfecho. Tampoco recuerdo un motivo concreto que me lleve a despilfarrar qué hice en el día de hoy, sin ánimos de recalcular que tan productivo fui. Más en frío, entiendo, estamos en cuarentena. Con todo lo malo que eso conlleva, hoy a fin de cuentas fue un buen día.

Pero vuelvo al "no obstante": parece que nunca estoy conforme. E intentar tapar las ansiedades con harina y alcohol, no son soluciones constantes, sino inmediatas. El interrogante entonces, es qué motoriza redactar lo que sea que tenga dentro, con tal de no tenerlo más.

Elijo creer, positivamente, entre dos opciones: por un lado, tal vez resta menos de lo que creo para empezar a estar mejor; y por otro, la sobreabundancia de tiempo me permite reflexionar qué es mejor para mi futuro.

Como si fuese un laberinto con una salida difícil de ver, hay una sensación de infinidad de entradas para empezar. Tal vez, resta sumar intuición para determinar qué camino tomar, y entender que se puede dar pasos hacia el costado, o hacia atrás. Pero que a fin de cuentas, de no animarme a transitarlo, dudo que pueda responder esta inquietud que me invita al soliloqueo, y dialogar textualmente.

Algo empieza a sentirse bien.

jueves, 30 de abril de 2020

Entrada al Hotel Malibú

Un tumulto de gente en la entrada del boliche Hotel Malibú colisiona un sábado por la noche.
Dos palmeras tienen un color ultravioleta producto de dos reflectores.
Dos hombres corpulentos esperan en la entrada mirando continuamente a todos lados, y masticando mecánicamente chicle con la boca abierta. Desde la entrada del ruidoso lugar, hasta la esquina, todos los presentes hacen fila, y están a los gritos y bien vestidos.

Un joven de anteojos con mirada perdida, se acerca junto a su grupo de amigos con camisas de colores a la escena. Uno ellos, con camisa color rosa, junta el dinero de todos para pagar el ingreso. El joven de lentes, pone ambas manos en los bolsillos, saca un encendedor y prende su cigarrillo. Acto seguido, ignora por completo el pedido del pago de las entradas que le reclama su amigo.

En el instante en que iban a entrar al boliche Hotel Malibú, el de camisa rosa le pregunta al de anteojos por qué no le da el dinero de la entrada. "Dale, dame bola y pagá che", le reclama. Su amigo de lentes lo mira a los ojos, mira sus manos llena de dinero, y le dice: "me cansé de las falsas ganas".

Tambaleando entre mujeres exageradamente producidas y hombres con camisas entalladas, el joven de lentes se aleja de sus amigos con las manos aún en los bolsillos. Al llegar a la esquina, tira su cigarrillo, escupe a un costado, y para un taxi. Se sube.

El conductor le pregunta hacia donde va, a lo que el joven responder: "Mataderos". El taxista lo miró con desprecio, y aceleró aún con el semáforo en rojo.





martes, 28 de abril de 2020

Máquina del tiempo

Hace varios días que los sueños son cada vez más reales, y la realidad necesita que yo mismo le inyecte motivación para seguir adelante.
Mientras tanto, los altibajos son tan recurrentes como el calendario, y los estados de ánimo son tan frágiles como las hojas secas de este raro y húmedo otoño.
Afuera, las caras tapadas me recuerdan que los gestos son cosa del pasado, al igual que un bar, una borrachera de a dos, y los parques urbanos.
Pero es el pasado, precisamente, el que vuelve todos los días por las noches.
Y si cierro los ojos, veo a mi familia, mis amigos, ex novias y calles que incontables veces caminé por Caballito. A mi pesar, esto sólo alimenta mi deseo y ansias por vivir inexorablemente otra realidad.
No obstante, aunque parezca mentira, retroceder en el tiempo finalmente parece posible en cuarentena.
Y aún cuando sólo sea al dormir.

viernes, 11 de agosto de 2017

Secuencia de calle

Cuando pararon en la esquina entre Corrientes y Díaz Velez, lo primero que dejaron de notar fueron las treinta cuadras que caminaron juntos, todas, completamente tomados de las manos y casi sin darse cuenta.

Caminaron y caminaron viendo autos, colectivos, negocios -miles- y personas por doquier, que, equidistantes, se entremezclaban en un tumulto devenido en tránsito humano. De a ratos las veredas invertían papeles en el asfalto: eran carreteras repletas de autos que iban y venían esquivando jóvenes, adultos, niños, ancianos, y parejas que traccionaban en una sola mano con destino al centro de la Ciudad de Buenos Aires. Y siendo casi las ocho de la noche en un viernes de noviembre, el clima se destapaba en las cervezas que terminaron comprando en el chino que estaba a la vuelta de la casa de ella, en la transición entre Villa Crespo y Almagro.

Cuando entraron, oyeron música electrónica de Corea del Sur que jamás entendieron, pero que los acompañó mejor que una música de ascensor hasta elegir una Isenbeck más. Mientras dubitativos se pararon frente a las heladeras, dos o tres pibes de no más de quince años corrían por casi todo el negocio jugando a ser los pibes que no eran. Uno de ellos consiguió una bolsa de papas fritas y otro, hablador, distrajo a la veloz cajera hasta que salieron corriendo con dos o tres bolsas más de comida congelada. Lo siguiente que pasó fue que otro empleado que estaba sentado sobre un cajón de verduras en la entrada, les gritara cosas en un idioma que en toda su vida podrán descifrar. La pareja entre risas, compró finalmente la cerveza, y salió sobre Corrientes como si todo fuese lo mismo que ayer.

Producto de esa vieja tuca guardada en la lata de ella, o tal vez de la segunda no retornable que pararon a comprar, sus pasos se alentaban y pesaban mientras la noche de a poco invadía la Capital y sus alrededores. En slow motion, al llegar a Medrano, se detuvieron unos instantes en una esquina que vendía lámparas de todos los tamaños y colores. Parados delante de la inmensa vidriera, jugaron a enumerar las razones por las cuales jamás comprarían una lámpara de lava, mientras la indiferencia de la gente los observaba entrando y saliendo del local. La consecuente distracción sobre las esquinas, no era otra cosa más que pequeños y escasos segundos de excusa. La excusa suficiente hasta llegar al departamento de ella y disfrutar el uno del otro sobre el sofá, con la TV Pública sonando de fondo. Ambos sabían que eso iba a suceder. En cada trago, en cada seca, en cada secuencia que desfiguraba poco a poco ese viernes elocuente, las miradas de ambos desembocaron en el culo de la botella, hasta que se apagaran las luces del departamento.

Finalmente, a la botella le faltó tan sólo menos de un cuarto de su contenido neto y caliente para que la terminasen. Sin embargo, las ansias de patear todas esas cuadras hasta el anochecer, fue la razón ideal para pretender que todo el recorrido fue consecuencia de las ganas de ambos para disfrutar la noche. O tal vez, en una de esas, un motivo más para acumular otro envase vacío de cerveza en el lavadero de ella.

sábado, 29 de julio de 2017

03:06

A veces, cuando escribo, mis palabras olvidan todo lo que tenía para decir. Y eso generalmente me sucede cuando olvido qué sensaciones vivía en ese preciso momento que ya pasó.

O por el contrario, lo que tenía para decir invade oraciones con palabras tan sentidas y vividas, que olvido rápidamente qué fue lo que pasó a menos que lo relea.

Tal vez el dilema a resolver cuando me decido a escribir, recae en qué tan honesto puedo ser: si con las sensaciones, o las exageraciones.

Por lo pronto, no elijo ninguna.

domingo, 23 de julio de 2017

Café montaje

Las cafeterías son buenos sets de filmación.

Y esto se debe a clientes que no son actores, aunque aparenten ser el reparto indicado para cada papel. A mozos que no memorizan libretos, pero que se acuerdan pedidos innecesariamente abundantes, repletos de inmensas tortas e infusiones de colores. Al café que tan fuerte huele, y que no es utilería acompañada de galletitas de plástico. A diálogos de mesas, cuyas líneas y temas no se asemejan a películas de Tarantino, pero que son funcionales para tener de fondo. A domingos soleados cuyo sonido ambiente es familiar, y por lo tanto ruidoso y molesto. A esporádicos vagabundos que piden reiteradas veces lo mismo, y reiteradas veces son rechazados por el mismo miedo. A encargados o gerentes, cuyas miradas de seriedad anulan todo rasgo de simpatía, y aumentan todavía más el número de sus canas. A inquietos celulares como cámaras profesionales, que continuamente filman a otras personas, sus platos, y sus celulares que hacen exactamente lo mismo. A extras que se molestan por llenar sus diálogos de problemas personales, sin que sus voces sean escuchadas por los demás o un micrófono oculto. Y finalmente, el montaje del set, se debe a todos los que meriendan solos como yo, y que observan a su alrededor como aquella escena de una película que jamás se rodará.

miércoles, 8 de marzo de 2017

Memoria celular

Olvidé dónde dejé todas esas fotos
todos esos pocos videos,
que pasé de recordarlos uno por uno
a revivirlos de un doble click.

Descomprimidos en bits
y archivados en diminutas ventanas,
no conservo físicamente los recuerdos
que copio y pego por otros.

En un cable, chip, o cd
dejé peinados, viajes, y cumpleaños,
que en mi cabeza espacio ocuparon
y en mi celular quedaron guardados.